miércoles, 5 de marzo de 2008

GAYO CASIO, LONGINO O LONGINOS


En el último capítulo del Evangelio según San Juan se narra la historia del soldado que atravesó el costado de Jesucristo con una Lanza. El nombre de este soldado era Gayo Casio, y asistió a la crucifixión como representante oficial del procónsul, Poncio Pilatos. Las cataratas que tenía en los ojos impedían a este veterano soldado tomar parte en las batallas con su legión, y en lugar de ello, se ocupaba de informar acerca del panorama político y religioso de Jerusalén.
Durante dos años, Gayo Casio había observado e investigado las actividades de un tal Jesús de Nazaret, que más que decía ser, llamaban el Mesías del pueblo de Dios. Daba la impresión de negar la autoridad de la ocupación romana de Israel.

El centurión romano observó como los legionarios llevaban a cabo la ejecución de Jesucristo y al igual que ellos, se sintió impresionado por la valentía, la dignidad y la compostura del nazareno en la cruz. Isaías había profetizado en relación al Mesías: «No se le romperá hueso alguno». Anás, el anciano consejero del Sanedrín, y Caifás, el Sumo Sacerdote, pretendían mutilar el cuerpo de Cristo a fin de probar ante el pueblo que Jesús no era el Mesías, sino un simple hereje y un potencial usurpador de su propio poder.
Las horas pasaban y este hecho les proporcionó la excusa que necesitaban, ya que Anás era una autoridad en lo que a la ley se refiere, y la ley judía decretaba que ningún hombre debía ser ejecutado el día del Sabbath. Sin pensárselo dos veces, solicitaron a Poncio Pilatos que les concediera la autoridad para quebrar los huesos del hombre crucificado, a fin de que muriera el viernes, a la hora que los romanos llamaban "Nona". Sostenemos que debiera ser un 5 de abril del año 33, a las 3 de la tarde.


Al objeto de cumplir este propósito, un grupo de la guardia del templo fue enviado al monte del Gólgota, nombre que significa Monte de la Calavera. A la cabeza del grupo, el capitán llevaba la Lanza de Herodes Antipas, rey de los judíos, la cual constituía el símbolo que confería autoridad para llevar a cabo la misión encomendada; sin ella, los soldados romanos no le hubieran dado permiso para mover un dedo por los hombres cuando llegó al lugar de la ejecución.
Fineas, el anciano profeta, había mandado forjar dicha Lanza para que se convirtiera en el símbolo de los poderes mágicos inherentes a la sangre de los Elegidos de Dios. Ya se había convertido en un antiguo símbolo de poder alzada en la mano de Josué, cuando éste ordenó a sus soldados lanzar el gran grito que derribó las murallas de Jericó. El rey Saúl arrojó la misma Lanza a David en un arranque de celos.

Herodes el Grande había sostenido esta insignia de poder sobre la vida y la muerte cuando ordenó ejecutar la masacre de bebés en Judea en un intento de eliminar a Jesús, que crecería y sería nombrado «Rey de los Judíos». En el momento en que los enviados del Templo de Jerusalén se dirigían al Gólgota, llevaban la Lanza en nombre del hijo de Herodes el Grande, en calidad de símbolo de la autoridad para quebrar los huesos de Jesucristo.

Cuando el grupo del templo llegó al escenario de la crucifixión, los romanos se volvieron de espaldas manifestando su repugnancia. Tan sólo Gayo Casio fue testigo de la escena en que los soldados aporrearon y aplastaron los cráneos y los miembros de Gestas y Dimas, los ladrones que estaban clavados en sendas cruces levantadas a ambos lados de la de Jesucristo. El centurión romano se sintió tan espantado ante la brutal mutilación de los cadáveres de los dos ladrones y tan conmovido ante la resignación humilde y valerosa de Cristo a la crucifixión que decidió proteger el cuerpo del nazareno.



El centurión guió a su caballo hasta la gran cruz del centro y clavó la Lanza entre la cuarta y la quinta costilla del nazareno. Esta forma de clavar la Lanza era la que se empleaba en el campo de batalla cuando querían asegurarse de que un enemigo herido había muerto; porque la sangre no fluye de un cuerpo sin vida. Aun así «seguidamente salió sangre y agua», y en aquel instante milagroso en el que fluía la sangre redentora del Salvador, los ojos enfermos de Gayo Casio quedaron curados por completo.



No se sabe si el veterano oficial arrebató el talismán del poder de las manos del capitán israelí para hacer lo que hizo, o si llevó a cabo esta acción de misericordia con su propia Lanza. No hay prueba histórica alguna que deje constancia del arma que utilizó para cumplir sin darse cuenta la profecía de Ezequiel: «Verán al que traspasaron».

En el Templo, donde Caifás y Anás esperaban noticias acerca de la mutilación del cuerpo del Mesías, el Velo del Santo de los Santos fue rasgado de arriba abajo para poner al descubierto el Cubo Negro del Antiguo Testamento, cuyos bordes se estaban agrietando para tomar la forma de la cruz. El culto sin imágenes a Jehová había terminado; comenzaba la religión de los «cielos abiertos».
La Lanza, como un catalizador de la revelación, constituía la prueba viva de la resurrección, ya que la herida física producida por su filo había cicatrizado misteriosamente cuando Jesucristo resucitado se apareció a la visión de sus apóstoles reunidos. Tan sólo el escéptico Tomás, que confiaba únicamente en las apariencias exteriores de la visión física, fue incapaz de percibir al Dios-Hombre que había traspasado puertas cerradas para aparecérsele.



«Entonces Él dijo a Tomás: "Trae tu mano aquí, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente"».
Dado que las heridas terrenales y las señales de los clavos aparecían en el Cuerpo Fantasma de Cristo resucitado, los primeros cristianos creían que si sus huesos hubieran sido clavados a la cruz la resurrección tal como la conocemos no podría haberse llevado a cabo; ya que éste es el significado que atribuían a las enigmáticas palabras de Isaías: «No se le romperá hueso alguno».

A Gayo Casio, que había llevado a cabo un acto marcial con la compasiva intención de proteger el cuerpo de Cristo, se le empezó a conocer con el nombre de, Longino, el hombre de la Lanza. Se convirtió al cristianismo, y los primeros miembros de esta religión en Jerusalén empezaron a venerarle como héroe, como santo, y como testigo principal del derramamiento de la sangre del Nuevo Testamento, del cual se convirtió en símbolo.

Se dijo que durante un instante tuvo en sus manos el destino de toda la humanidad. La Lanza que había clavado en el costado de Cristo se convirtió en uno de los tesoros más preciados del cristianismo, y el halo de la leyenda rodeó a esta arma, en la que más tarde se colocó uno de los clavos de la cruz.

La leyenda creció más y más y cobró fuerza con el paso de los siglos. Se decía que cualquiera que poseyera la Lanza y comprendiera los poderes a los que servía, tendría el destino del mundo en sus manos para lo bueno y para lo malo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bonita la historia, hacia tiempo que no la leia. Enhorabuena por el blog